lunes, 4 de noviembre de 2013

La pecera.

¿Cómo dejar de ser? ¿Cómo dejar de darle nombre a las cosas? Angustiado, Bressac pensó en un montón de cosas por hacer para dejar de pensar, para dejarse llevar solamente por las sensaciones y dejar de lado el solipsismo. Pensó en drogarse y beber alcohol hasta caer desmayado, pero descubrió que sería sólo pasajero, que luego de una terrible resaca los pensamientos volverían a aflorar en su mente. Pensó en cortarse la lengua, pero seguiría pensando en palabras. 
-¿Cuanto hemos de sacrificar para poder gozar de la nada? - Se preguntó.-  ¿Cómo hacer arder cada uno de los símbolos de este mundo, incuestionable poesía en potencia?-.
Ralló en la locura luego de descubrir que la meditación sólo era un medio para escuchar la voz más interna de su consciente. 
Quemó sus libros, rompió los afiches que decoraban su habitación e incluso pintó las paredes de blanco, esto en vano, pues descubrió que el blanco, como representación de la luz seguía hablándole de la pureza, de la nieve y aún más, de la demencia. Rompió el papel tapiz de los muros y quedó desnudo el gris del hormigón. 
Cansado y desesperado por dejar de amar, pensar, anhelar, proyectarse y peor aún, hacerse consciente del paso del tiempo en él, pasó horas ovillado en su habitación buscando alguna forma de dejar su mente en blanco. Se ahogó dentro de su casa e hizo lo mismo tendido en el césped. 
Cuando ya agotó cualquier posibilidad y en su búsqueda, su deterioro mental y físico se hicieron evidentes, se sentó en un sillón. Se dio cuenta que aquél mueble no estaba dispuesto en su casa de manera aleatoria, sino que ocupaba un sitio privilegiado frente a un gran televisor. Tomó el largo y pesado control remoto y la encendió. 
Una avalancha de imágenes, sonidos y sensaciones le sumieron en un estado letárgico desconocido. Vio mujeres hermosas y se masturbó, vio películas románticas y lloró, vio cómo señores trajeados le contaban las peores noticias y penurias del mundo y se conmovió, pero lo mejor de todo, dejó a la deriva su mente. Dejó que divagase ante la extravagancia de la alta definición, dejó que los setecientos canales disponibles respondieran cada una de sus preguntas, y adormilado en la más hermosa de las ilusiones olvidó el amargo sabor de la incertidumbre. 
Lloró de alegría al ver cumplido su objetivo: dejar de ser humano. 

lunes, 21 de octubre de 2013

En el escenario

Buscó infructuosamente entre los asistentes alguna mirada que no estuviese cargada de desdén. Ahora sabía lo que era estar sobre un proscenio atrayendo la atención de un público, aunque se imaginó que distaba demasiado de la sensación que tienen los artistas al estar sobre un escenario. Sin embargo logró distinguir en sus ojos más miedo del que él sentía. Miró hacia el frente y trató de no temblar. Empuñó con fuerza sus manos esposadas a la espalda y tragó saliva. En ese momento, un hombre que distaba mucho de presentador comenzó a recitar algo que no quiso escuchar, algo que lo llenaba de ira y de pena. Aquél era el espectáculo más triste al que había asistido y él era el protagonista. Miró una vez más a la concurrencia. Trajeados, bien vestidos y peinados. Podía oler su miseria camuflada con perfume desde su pequeña tarima. Recordó como estaba vestido ya que estaba demasiado tenso para bajar la vista. El único raído y lustroso traje que tenía y le acompañaba a cada lugar que no fuera la fábrica. Se le apretó la garganta cuando supo que aquél hombre había terminado con su obscena letanía y entendió que pronto se bajaría el telón y el show se daría por terminado. Sintió unas manos que le asían firmemente por los hombros y lo conducían hacia una zona especialmente demarcada en el piso, donde sus pasos retumbaron más que sobre el resto de la superficie. Escrutó entre los uniformes, maletines, cabellos bien peinados y engominados, rostros de hombres y mujeres que jamás conocieron el trabajo y su corazón latió con más fuerza. El miedo se disipó y saboreó el odio haciéndole esbozar una leve sonrisa. Se le acercó un anciano vestido de negro con un libro entre las manos y le miró a los ojos con lástima. Recitó unas palabras cargadas de falsa compasión y le preguntó si se arrepentía. Su grito resonó en toda la sala. Oyó murmullos y lo encandiló el flash de una cámara fotográfica. En ese momento se bajó el telón. No era de terciopelo rojo terminado en cenefas de finos cordones dorados. Sintió descender rápida y fugazmente una bolsa de lona sobre su cabeza. La cuerda se apretó tras su cuello y respiró hondo. Cada segundo fue como un golpe. Sintió que se desvanecía mientras miles de preguntas asediaban su mente. Dejó escapar una lágrima ahora que sus verdugos no podían ver su rostro y respiró por última vez. Un fuerte chasquido rompió con el tenso silencio de la sala. La cuerda se tensó y crujió la viga que le sostenía. Lo último que logró escuchar fueron un par de voces de espanto y un aullido apagado de una mujer, más su mente le hizo recordar las voces de sus compañeros y compañeras, pudo sentir sus corazones encendidos por el fuego de la venganza y la esperanza. Cayó al fin su pensamiento con el último latido de su corazón, más no sintió como si una vela se apagase o una flor roja y negra se marchitase, sino que el retumbar de éste dentro de su pecho resonó hasta el más recóndito lugar de la consciencia de los asistentes, quienes sin percatarse grabaron a fuego en sus mermadas voluntades las últimas palabras de aquél hombre a quien acababan de quitarle la vida. -¡Muerte al estado y que viva la anarquía!-

Madre casi tierra.

Te debo cuanto soy, Umúnculo, embrión, promesa. La ortografía jactanciosa que heredaron mis genes Y una infancia entre los olores de un Santiago añejo. Te debo una incipiente erudición, El saber y el sabor de los libros que devoro. Un paladar amante de los sabores de mi tierra y un apetito que no desdeña de las ollas y marmitas populares. Te debo el copihue en su selva y la añañuca en su desierto. Te debo también el resentimiento por más que lo cargues con vergüenza. Soy los poemas de Machado, De Serrat y la Violeta, el cantar de la guitarra, el volcán y la protesta. Soy asfalto y carretera, camino que hasta por la tierra anduvo buscando aventura. Te debo el sur, el mar y el aromo que estando en flor tiñó de amarillo mi pelo. Te debo más cuanto tengo y que por no tener nada es más cuanto te agradezco.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Algo nuevo

No estoy para sonetos
ni tu estás para poemas.
Y aunque aún no sea el tiempo
de sufrir desvelos por soñarte, 
se destejen los minutos en mi mente
bajo la sombra de fugaces recuerdos. 

Tal vez no seas más que espuma
en la orilla de mis mil y un mareas.
Pero por más profano que te suene
no derramo tinta de mis venas
si tras cada latido del tintero
no hay razones por las cuales desangrarme

No estoy para sonetos
ni tu estás para poemas.
Pero has de saber por mis palabras,
alardes, de poesía disfrazadas
que si mancho con mi alma estos papeles, 
créeme, por favor, que no lo hago por nada

miércoles, 21 de agosto de 2013

El adiós.

Llevé un cigarrillo a mis labios y lo encendí. Contemplé los árboles desnudos de hojas y a estas esparcidas como cadáveres en el piso luego de una batalla feroz contra el viento. La naturaleza las vencía cada otoño. No contenta con haberles quitado su hermosura esmeralda, las desprendía con una serie de violentas sacudidas de su posición privilegiada. Mientras me acomodaba en aquel banco de plaza, no podía imaginarme cual grande debió de ser la afrenta de las hojas para despertar en el viento semejante saña. 
Estiré mis pies por sobre el charco que se había formado bajo el escaño y boté el humo. 
Cerré mis ojos e hice de los autos, el canto de los pájaros y los pasos de los transeúntes crujiendo sobre el maicillo, mi propio silencio. Un silencio condicionado a la vida inalterable de una ciudad que no paraba, un lugar donde me había resignado hacía tiempo a la esperanza de dejar de recibir estímulos auditivos. 
Me hundí en aquella escena invernal, donde el cielo estaba coloreado por las más diversas tonalidades de gris (desde el "casi blanco" hasta "el que trae lluvia") y dejé caer mi cabeza hacia atrás ofreciendo mi rostro a las nubes y esperé. Esperé. 
Esperé. 
Esperé durante no sé cuanto tiempo a que las gotas mojaran mi cara, pero lo único que me trajo el invierno fueron unos pasos aproximándose, los que se detuvieron frente a mis pies estirados por sobre el charco. Levanté mi cabeza y te vi. Bajé la vista y miré mi ropa, oscura como el cielo y volví a mirarte. 
Te vi brillante, con una sonrisa de rayos más potentes que el sol de enero y una flor prendiendo de tu pelo. Vi tus ojos divertidos al encontrarse con los míos, melancólicos. Te vi, me paré y sin decir nada, te besé.
Fue en ese momento cuando comprendí que el invierno había acabado. 
De nada sirve rasgar mortajas para vendar heridas.

sábado, 17 de agosto de 2013

Mente sana, cuerpo sano.

Me siento enfermo. Siento como mi cuerpo se deteriora y con él mi mente.
Me miento descaradamente y me digo que no lo volveré a hacer, quizás solo por tranquilizar mi psique anegada en alcohol y porro. La ahogo en un vaso mientras trata de decirme algo desesperadamente. La sujeto de los cabellos y hundo su rostro en vino barato hasta que sus movimientos para tratar de safarse se transforman en espasmos, para luego morir asfixiada.
Me miro al espejo y recuerdo de manera casi textual el desglose etimológico de la palabra adicción. Lo "no dicho". Vuelvo a mirarme en el espejo y veo un rostro desfigurado por el festejo incesante y sin sentido a la juventud sin sueños. Me miro y pienso ¿Qué será lo que no quiero decir?
Siempre he sostenido con altanería que no me arrodillo ante nadie y que jamás lo haría. No puede existir para mi un acto más bajo de sumisión y humillación que aquél. Ahora cierro los ojos y me arrodillo, completamente sumiso, como un puto esclavo de la peor calaña. Me arrodillo ante mis miedos, ante mis ojos llorosos y perdidos, ante el desprecio con el que me auto destruyo y ante mi boca cerrada. Me arrodillo para abrir mis labios y vomito.