Mientras el vaso con agua tiritaba en mis manos, la veía inmóvil en la camilla, repleta de tubos y con el incesante pitido que simulaba los latidos del corazón retumbándome en los tímpanos.
Me deprimía cada vez que la observaba e irremediablemente observaba su deterioro, su piel sin su color miel característico ni su sonrisa.
Extrañaba el calor de sus manos, sus uñas pintadas de varios colores y su pulgar acariciando el dorso de las mías. El conjunto de todos estos recuerdos me generaba una sensación indescriptible en el pecho, no podía sostener sus dedos inertes ni observar por mucho tiempo su débil palidez.
Las imágenes del pasado se agolpaban en mi retina como si de verdad estuviesen tratando de llevarme al borde de hacer algo estúpido, mientras todo se ampliaba, se aceleraba mi corazón y podía sentir la presión de mi sangre en oídos y ojos manifestada en un violento palpitar.
Me resistía a verla despojada de su vitalidad, de su energía y de sus ganas de vivir, pero más que nada me resistía a no poder sentir más sus labios contra los míos ni poder abrazarla después de muchos días de distancia.
De un momento a otro no me parecieron tan estúpidas ni descabelladas las ideas que antes me turbaban, y de a poco fui perdiendo la conciencia de mis actos, como ciego de ira e impotencia y de un segundo a otro el plan estaba hecho.
El vaso con agua el cual minutos antes (si es que no segundos) cumplía la misión de tranquilizarme, se quebró contra una de las paredes blancas, recogí el pedazo que estimé de mayor tamaño, y sin vacilar ni un segundo, lo enterré en su garganta, sintiendo su cálida sangre chorrear por mis manos.
Con lágrimas en los ojos le pedí perdón, limpié mi mano en la sábana que la cubría y besé su frente al tiempo que presionaba el botón para llamar a la enfermera. Cogí su mano y me senté en la silla dispuesta al lado de su cama para las visitas.
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