miércoles, 21 de agosto de 2013

El adiós.

Llevé un cigarrillo a mis labios y lo encendí. Contemplé los árboles desnudos de hojas y a estas esparcidas como cadáveres en el piso luego de una batalla feroz contra el viento. La naturaleza las vencía cada otoño. No contenta con haberles quitado su hermosura esmeralda, las desprendía con una serie de violentas sacudidas de su posición privilegiada. Mientras me acomodaba en aquel banco de plaza, no podía imaginarme cual grande debió de ser la afrenta de las hojas para despertar en el viento semejante saña. 
Estiré mis pies por sobre el charco que se había formado bajo el escaño y boté el humo. 
Cerré mis ojos e hice de los autos, el canto de los pájaros y los pasos de los transeúntes crujiendo sobre el maicillo, mi propio silencio. Un silencio condicionado a la vida inalterable de una ciudad que no paraba, un lugar donde me había resignado hacía tiempo a la esperanza de dejar de recibir estímulos auditivos. 
Me hundí en aquella escena invernal, donde el cielo estaba coloreado por las más diversas tonalidades de gris (desde el "casi blanco" hasta "el que trae lluvia") y dejé caer mi cabeza hacia atrás ofreciendo mi rostro a las nubes y esperé. Esperé. 
Esperé. 
Esperé durante no sé cuanto tiempo a que las gotas mojaran mi cara, pero lo único que me trajo el invierno fueron unos pasos aproximándose, los que se detuvieron frente a mis pies estirados por sobre el charco. Levanté mi cabeza y te vi. Bajé la vista y miré mi ropa, oscura como el cielo y volví a mirarte. 
Te vi brillante, con una sonrisa de rayos más potentes que el sol de enero y una flor prendiendo de tu pelo. Vi tus ojos divertidos al encontrarse con los míos, melancólicos. Te vi, me paré y sin decir nada, te besé.
Fue en ese momento cuando comprendí que el invierno había acabado. 
De nada sirve rasgar mortajas para vendar heridas.

sábado, 17 de agosto de 2013

Mente sana, cuerpo sano.

Me siento enfermo. Siento como mi cuerpo se deteriora y con él mi mente.
Me miento descaradamente y me digo que no lo volveré a hacer, quizás solo por tranquilizar mi psique anegada en alcohol y porro. La ahogo en un vaso mientras trata de decirme algo desesperadamente. La sujeto de los cabellos y hundo su rostro en vino barato hasta que sus movimientos para tratar de safarse se transforman en espasmos, para luego morir asfixiada.
Me miro al espejo y recuerdo de manera casi textual el desglose etimológico de la palabra adicción. Lo "no dicho". Vuelvo a mirarme en el espejo y veo un rostro desfigurado por el festejo incesante y sin sentido a la juventud sin sueños. Me miro y pienso ¿Qué será lo que no quiero decir?
Siempre he sostenido con altanería que no me arrodillo ante nadie y que jamás lo haría. No puede existir para mi un acto más bajo de sumisión y humillación que aquél. Ahora cierro los ojos y me arrodillo, completamente sumiso, como un puto esclavo de la peor calaña. Me arrodillo ante mis miedos, ante mis ojos llorosos y perdidos, ante el desprecio con el que me auto destruyo y ante mi boca cerrada. Me arrodillo para abrir mis labios y vomito.