Llevé un cigarrillo a mis labios y lo encendí. Contemplé los árboles desnudos de hojas y a estas esparcidas como cadáveres en el piso luego de una batalla feroz contra el viento. La naturaleza las vencía cada otoño. No contenta con haberles quitado su hermosura esmeralda, las desprendía con una serie de violentas sacudidas de su posición privilegiada. Mientras me acomodaba en aquel banco de plaza, no podía imaginarme cual grande debió de ser la afrenta de las hojas para despertar en el viento semejante saña.
Estiré mis pies por sobre el charco que se había formado bajo el escaño y boté el humo.
Cerré mis ojos e hice de los autos, el canto de los pájaros y los pasos de los transeúntes crujiendo sobre el maicillo, mi propio silencio. Un silencio condicionado a la vida inalterable de una ciudad que no paraba, un lugar donde me había resignado hacía tiempo a la esperanza de dejar de recibir estímulos auditivos.
Me hundí en aquella escena invernal, donde el cielo estaba coloreado por las más diversas tonalidades de gris (desde el "casi blanco" hasta "el que trae lluvia") y dejé caer mi cabeza hacia atrás ofreciendo mi rostro a las nubes y esperé. Esperé.
Esperé.
Esperé durante no sé cuanto tiempo a que las gotas mojaran mi cara, pero lo único que me trajo el invierno fueron unos pasos aproximándose, los que se detuvieron frente a mis pies estirados por sobre el charco. Levanté mi cabeza y te vi. Bajé la vista y miré mi ropa, oscura como el cielo y volví a mirarte.
Te vi brillante, con una sonrisa de rayos más potentes que el sol de enero y una flor prendiendo de tu pelo. Vi tus ojos divertidos al encontrarse con los míos, melancólicos. Te vi, me paré y sin decir nada, te besé.
Fue en ese momento cuando comprendí que el invierno había acabado.